OPINIÓN

28 años… ¿Dónde están los hermanos Restrepo?

Hace 28 años, dos hermanos, Pedro Andrés y Santiago, ambos adolescentes, fueron detenidos, torturados en un centro de detención en Quito y, posteriormente, fueron asesinados por miembros de la Policía Nacional del Ecuador. El crimen de lesa humanidad, explicable por la política de ciega represión sangrienta que impuso el régimen de ese entonces, fue conocido por altas autoridades y quién sabe, hasta por el mismo presidente del país, León Febres Cordero.
Esas “autoridades”, en cadena de complicidades, decidieron, como los asesinos en serie, ocultarse en la “desaparición” de los cadáveres. Y para que la familia calle y esté quieta, armaron un engranaje de mentiras, perversamente ejecutado por una teniente policía. La inconformidad de la familia Restrepo Arismendi, sin embargo, fue creciendo y rompió el cerco de fábulas puestas para ocultar la verdad del crimen cometido por policías. La terca pregunta de su madre y de su padre ¿dónde están mis hijos?, mil veces repetida en todos los centros penitenciarios, en las oficinas acartonadas del ministro de gobierno, de los políticos de turno, fue una gota de agua golpeando en la roca.
De las preguntas personales y telefonazos, los Restrepo tuvieron que pasar a la calle para que el mundo entero conozca que dos niños aprehendidos por la policía ecuatoriana estaban muertos y desaparecidos, que el crimen se quería esconder bajo siete llaves de perversidad e infamia. Los miércoles se tornaron tribuna pública obligada para la familia de Pedro Andrés y de Santiago.
Personas y grupos comprometidos con los derechos humanos hicieron también suya la devoción semanal de repetir la pregunta en los umbrales del palacete de los sucesivos gobiernos que no querían dar razón: ¿Dónde están? Y, por tanto, la demanda: ¡Devuélvannos a nuestros hijos y hermanos!
Las preguntas de seres queridos asesinados o desaparecidos se multiplicaron. No eran solo los hermanos Restrepo, había más violaciones a la dignidad y a la vida cometidas por miembros de las Fuerzas Armadas, obedeciendo a la misma política socialcristiana de matar primero y averiguar después. La bandera blanca con los rostros de Santiago y Andrés encabezó una terca marcha de familiares que, a golpe de miércoles en la Plaza Grande, se volvió un torrente poco manejable para los gobernantes. Al cabo de algunos años, gracias a las mil idas y venidas de la familia de los hermanos Restrepo, se lograron rescatar y armar piezas del rompecabezas. Las piezas más importantes, los restos mortales de los chiquillos inocentes, siguen en la sombra, escondidos por las mismas manos criminales y sus encubridores. Alguien sabe, alguien calla.
Los miércoles de la plaza, los festivales, las celebraciones religiosas, las marchas, los pitos, las canciones, las demandas nacionales e internacionales, y las banderas al viento, lograron que se reconozca la desaparición de los hermanos Restrepo como crimen de Estado. La familia recibió un aliciente que nunca será suficiente, ni de lejos. La pregunta sigue martillando: ¿Dónde están nuestros hijos? ¿Dónde están mis hermanos?
A los 28 años de un crimen depravado y de una gigantesca resistencia interminable de la familia Restrepo, admirable como las de las madres y abuelas de la Plaza de Mayo y de todos los familiares de desaparecidos de Nuestra América, una lección sale a flote: los derechos de las personas no se defienden en el discurso politiquero y electoralista, sino en la búsqueda de justicia y verdad que rompa los hilos del poder que asesina, de la perversidad que lo encubre y del silencio que cobija a los criminales. Alguien exige, alguien grita: ¿Dónde están los hermanos Restrepo? Alguien sabe, alguien calla.

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