EDITORIAL

Fujimori, Correa y el populismo

Por: Juan Cuvi, PLAN V.

El mayor problema del populismo es que llega para quedarse. Hace casi un siglo, cuando en América Latina irrumpió como nueva modalidad política, pocos imaginaron que se reproduciría y ampliaría con tanta facilidad. Llevamos décadas de infructuosos esfuerzos por desterrarlo de nuestra cultura, pero todos los esfuerzos por institucionalizar la política se han estrellado contra la lógica avasalladora de la informalidad.

Para muestra un botón: Keiko Fujimori disputará por segunda vez, en cuatro años, la Presidencia del Perú. ¿Quién es Keiko? Pues la hija de Alberto, nada más. No obstante, y aunque perdiera en el próximo ballotage, confirma que casi la mitad de los electores peruanos sintonizan con un referente concreto de la política.

No importa que su padre esté preso, ni que haya sido acusado de corrupción y violación de derechos humanos. Para millones de peruanos pobres y marginados, el ex Presidente encarna al adalid de un supuesto progreso y al paladín del orden. Repartió migajas a manos llenas y terminó con el terrorismo. Perversa fusión de clientelismo y autoritarismo.

La clave del éxito de los proyectos populistas es conservar un mínimo universo de pobres con condiciones de vida mínimamente aceptables. Es decir, una base electoral que percibe que ha recibido algunos beneficios sin que necesariamente haya salido de la pobreza. Dicho de otro modo, una redención dosificada. No se busca emancipar a los marginados, ni convertirlos en sujetos políticos autónomos, ni siquiera hacerlos ciudadanos con derechos; se busca convertirlos en clientes cautivos, siempre esperanzados en que mañana caerá algo más de las alturas. Gratitud mesiánica.

Cuando la política actúa desde parámetros religiosos, tiende a divinizar al poder. Construye cultos, liturgias, ceremonias. Trastoca lo profano en sagrado: el partido se convierte en iglesia, los electores en feligreses, la ideología en dogma de fe y el líder en santo inmaculado, infalible, casto y virtuoso. Incapaz de cometer actos de corrupción, injusticia, codicia o lascivia. Y, sobre todo, mártir: Fujimori encarcelado, Velasco Ibarra exiliado, pobre y profeta, Chávez devastado por el cáncer.

Durante una década, el correísmo no ha permanecido ajeno a estas estrategias. Especialmente con la sacralización del caudillo. La apelación sistemática a la majestad del poder, la condena implacable de las irreverencias ciudadanas en contra de Correa y el ataque al humor en las redes sociales apuntan en ese sentido. Porque ridiculizarlo implica apearlo del retablo; resaltar sus defectos y errores implica desmitificarlo. Sin mito, el poder populista pierde toda capacidad de manipulación popular.

En ese sentido, la lucha ideológica para desmontar el correísmo es fundamental. En ello radica la posibilidad de restaurar el sentido de la democracia. Porque el mesianismo que subyace a todo discurso populista impide la construcción de sujetos políticos independientes del poder de turno. Porque el mesianismo apuntala el mito del eterno retorno. Como el fujimorismo, o como los 40 años de velasquismo.

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